En los últimos días hemos asistido a un cruce que, sin quererlo, resume bien el momento que atraviesa la izquierda en el Estado español. Gabriel Rufián llama a dejar la «pureza» y hacer de una vez por todas esa «izquierda plurinacional» que el soberanismo ha reclamado durante décadas. Raúl Sánchez Cedillo responde denunciando la rendición de unas élites desahuciadas, que buscan salvar sus siglas subordinándose al PSOE y al «régimen de guerra permanente».
Ambas posiciones tienen algo de verdad. Pero también, a mi juicio, sus límites.
Rufián tiene razón al advertir del peligro que supone un gobierno de derechas o de extrema derecha. Pero lo que propone como alternativa no es otra cosa que seguir gestionando lo gestionable, siempre en los márgenes permitidos por el orden establecido. Su apuesta no transforma: administra. Y eso, para los que venimos de movimientos que nacieron para impugnar este estado de cosas, no puede ser suficiente.
Por su parte, la réplica de Sánchez Cedillo es certera al señalar que el sometimiento al PSOE —por muy razonado que sea tácticamente— implica renunciar a construir una alternativa propia. El problema, sin embargo, es que la llamada a «reconectar con el rizoma popular rebelde» puede quedarse en un gesto estético si no se concreta en organización, fuerza material y horizonte político viable en el contexto actual.
Yo no me reconozco ni en el posibilismo vacío ni en el testimonio sin proyecto. No soy iluso ni espero milagros populares de la noche a la mañana. Pero tampoco acepto que la única opción que nos queda sea hacer de comparsa institucional en un decorado político que está agotado. No luchamos para gestionar lo que hay: luchamos para transformarlo.
El error de las recetas nostálgicas
Un error común, incluso entre quienes critican el oportunismo, es caer en la nostalgia de formas de organización que ya no resuenan con la gente. Frases como «reconstruir poder social en los barrios, en los centros de trabajo, en los círculos» suenan a consigna obligada, pero muchas veces están desconectadas de la realidad actual.
La gente no quiere, y con razón, dedicar horas en reuniones eternas, en tomas de palabra que parecen más una terapia de grupo que una herramienta política. Aquel modelo de militancia intensiva, basado en la presencia física constante y el ritual asambleario, ha agotado buena parte de su capacidad de atracción. No es un fracaso de la gente, es un fracaso de quienes no han sabido adaptar la forma al fondo.
Pretender reconstruir poder social como si estuviéramos en 1977 o incluso en 2014 es no haber entendido nada. Hoy, las dinámicas de participación están mediadas por el móvil, por las redes sociales, por lo inmediato. Esto no lo digo como lamento, sino como constatación. Si queremos que algo se mueva, necesitamos nuevas formas de organización política que partan de estos códigos, que sean eficaces, ágiles y útiles para la gente común, no solo para cuadros militantes.
Hacia una organización útil y digital
La organización política del siglo XXI debe ser capaz de articularse tanto en lo presencial como en lo digital, pero sin caer en la trampa de confundir redes sociales con programa político. Necesitamos estructuras capaces de intervenir en la vida cotidiana de la gente, ofrecer soluciones concretas, visibilizar problemas y generar comunidad de forma ágil.
Esto implica, inevitablemente, construir capacidades propias de comunicación, de análisis y de difusión. Sin medios de comunicación o de propaganda propios, sin una narrativa clara y combativa que compita en el espacio público, cualquier intento de movilización será efímero o residual. Ya no se trata de «tomar las plazas», porque el espacio de lo público se ha desplazado también a lo digital, y hay que estar donde está la gente, con sus códigos y sus urgencias.
Conclusión: Más allá de la suma aritmética
Yo no sé si el próximo gobierno será PP–VOX, ni si sus políticas serán una copia de Milei o de Meloni. Pero sí sé que la forma de combatirlos no puede ser renunciar a nosotros mismos. Que nos echen por dignos, no que nos trague el sistema por miedo.
La izquierda que necesitamos no será un resultado de sumas aritméticas en el Congreso, sino de un proyecto político coherente, con raíces populares reales (aunque distintas a las de antes) y una estrategia clara de construcción desde lo útil, lo digital y lo transformador.
Si no la hacemos, nos la volverán a hacer. Y volverá a ser mentira.

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