¿Qué nos dice la victoria de Milei en Argentina? Algunas lecciones incómodas

El 27 de octubre de 2025, Argentina consolida un giro que debería estremecernos: tras un año de gobierno de Javier Milei, sectores que han sufrido directamente sus políticas —jubilados, pacientes oncológicos, estudiantes, científicos, trabajadores de la salud— siguen respaldándolo o, al menos, no logran articular una alternativa creíble. No se trata solo de propaganda o manipulación. Se trata de algo más profundo.

Bajo el paraguas del “ajuste por la emergencia”, el gobierno ha recortado cerca de 493.000 millones de pesos en educación, eliminado 70 programas de ciencia, reducido en más del 31% real el gasto en salud, transporte y ciencia, y desmantelado progresivamente el Instituto Nacional del Cáncer, dejando a cientos de pacientes sin cuidados paliativos. El PAMI restringió la cobertura de medicamentos gratuitos a jubilados que antes los recibían sin condiciones. El Hospital Garrahan, referente pediátrico, ha visto caer su financiamiento real en torno al 40–50%, con consecuencias en personal e insumos. Las universidades públicas han perdido más del 22% de su presupuesto real, y las partidas ambientales han sufrido recortes de hasta el 83%.

Y aun así, muchos de los afectados no ven en estas medidas un ataque de clase. Algunos incluso las celebran como “sacrificios necesarios”. ¿Por qué?

Quizá la primera lección sea aceptar algo incómodo: ya no existe una “clase obrera” consciente de sí misma como tal. Al menos, no en los términos que heredamos del siglo XX. Como sostenía Vicente Romano García desde finales de los 90, nadie quiere ser llamado “obrero”, ni siquiera quienes viven en condiciones de precariedad extrema. La nomenclatura de clase ha quedado obsoleta no por error teórico, sino porque la propia sociedad se resiste a reconocerse en ella. Y si el sujeto político no se nombra a sí mismo, la izquierda pierde su ancla: ¿a quién representa si ese “nosotros” ya no se siente colectivo?

Desde 2014, Podemos —como parte de una estrategia discursiva deliberada— sustituyó “clase obrera” por “gente”. La lógica era clara: si todos somos “gente”, nadie puede quedar fuera del relato. Era una forma de ampliar el sujeto político, de hacerlo más inclusivo, más difícil de estigmatizar. Pero con el tiempo, esa operación ha revelado sus límites. Porque “gente” es tan amplio que termina siendo difuso, inerte, sin capacidad de acción colectiva. No hay identidad en “gente”, solo una categoría estadística. Y lo peor: nadie se moviliza por ser “gente”. Nadie sale a la calle para defender derechos bajo esa bandera. Hoy, una protesta solo existe si es mediatizada. Si no aparece en TikTok, Twitter o la portada de un diario, simplemente no sucede. Y eso no es cinismo: es diagnóstico.

Y aquí aparece otra paradoja profundamente estructural: los jóvenes no rechazan la izquierda por ignorancia, sino porque el horizonte que les ofrecemos les resulta irrelevante. No quieren un trabajo digno con 35 horas semanales y permisos parentales; quieren ser influencers, emprendedores, dueños de su “marca personal”. Y no es por frivolidad: es porque el cuerpo y la imagen se han convertido en los únicos territorios donde sienten que pueden ejercer control.

En la era neoliberal, el cuerpo ya no es solo un soporte biológico: es el principal escenario del mérito individual. Como anticipó Bourdieu, el “capital corporal” —la forma física, la estética, la disciplina— se ha convertido en una forma de distinción social. Hoy, el cuerpo perfecto no es un ideal estético, sino una mercancía: expresa productividad, autocontrol, inversión personal. “Esto lo he conseguido yo solo” ya no se dice solo del éxito económico, sino de los abdominales, la dieta o los seguidores en Instagram.

Este fenómeno es especialmente intenso en las jóvenes. Se les ha vendido que el empoderamiento consiste en decidir cómo mostrar su cuerpo, incluso en venderlo. Plataformas como OnlyFans encarnan la paradoja última del neoliberalismo posfeminista: “ser dueña de tu cuerpo” significa, en la práctica, gestionarlo como una empresa. Como señalan Angela McRobbie y Rosalind Gill, el posfeminismo neoliberal promueve la idea de que el poder femenino reside en la autoexposición… pero dentro de los mismos cánones de belleza y deseo que siempre han servido al patriarcado y al mercado. La diferencia es que ahora la opresión ya no se impone desde fuera: se internaliza como elección libre.

Lo más grave no es que vendan su tiempo o su intimidad, sino que creen que esa es su mejor —o única— vía de emancipación. En un país donde ya no se puede acceder a una vivienda, donde el empleo estable es un lujo y la movilidad social está congelada, el cuerpo se convierte en la única propiedad que pueden “mejorar” y “monetizar”. Como escribió Zygmunt Bauman, en la sociedad de consumo “el cuerpo es el envoltorio del yo que se ofrece al mercado”. Y Eva Illouz lo completó: el yo emocional y sexual se ha convertido en un recurso económico.

Pero este modelo excluye implacablemente a quienes no encajan en el canon: cuerpos gordos, envejecidos, trans, no normativos. No solo son invisibilizados; se les culpa por su “fracaso”: no se han esforzado, no se han cuidado. Así, la ideología del mérito se materializa en la piel, en los músculos, en los likes.

El resultado es un sujeto profundamente individualizado, que aspira no a transformar el mundo, sino a destacar en él. Y mientras tanto, la idea de clase desaparece, porque el cuerpo —visible, comparable, vendible— sustituye a la identidad colectiva. Ya no se lucha por derechos comunes, sino por validación personal. Y en ese vacío, como diría Gramsci, aparecen los monstruos.

En este contexto, la política misma se ha transformado. Como señalaba Pablo Iglesias, ya no se milita solo en los partidos, sino en los medios y, sobre todo, en las redes sociales. Pero esa observación, válida en su momento, hoy requiere una matización incómoda: militar en redes no construye poder popular, construye audiencia. Twitter, Facebook, Instagram, TikTok… no son espacios de deliberación, sino de performance. Allí no se debate el modelo productivo, sino que se compite por la atención. Y en esa lógica, el contenido que triunfa no es el más justo, sino el más viral.

El problema no es solo técnico, sino simbólico: las conquistas materiales que durante décadas fueron el corazón del proyecto de izquierda —jornada de 35 horas, permisos parentales, vacaciones justas, acceso universal a la salud— hoy suenan ajenas, incluso aburridas. Para muchos, especialmente los más jóvenes, esas mejoras les resultan tan irrelevantes como un streaming de Ibai Llanos lo sería para nosotros. No es que no las necesiten; es que ya no forman parte de su horizonte de expectativas. Su deseo no está orientado a la estabilidad colectiva, sino al reconocimiento individual. Y mientras la izquierda sigue hablando de derechos, el neoliberalismo les vende sueños.

Peor aún: hemos perdido la capacidad de hacer deseable lo que defendemos. Un trabajo digno, con horario fijo y seguridad social, ya no se percibe como un logro, sino como una resignación. Mientras tanto, la ficción del “emprendedor digital” —que vive de vender camisetas desde el metro o de sus reels— se presenta como la verdadera libertad. Nadie sueña con cotizar 35 años para una pensión pública; todos sueñan con retirarse a los 30 con una cartera de criptomonedas.

Y así, la política se vacía de contenido material y se llena de gestos. Una publicación sobre “el derecho a la desconexión digital” genera más interacción que una campaña por la reducción de la jornada laboral. Pero sin base material, sin anclaje en la vida real de la gente, esos gestos no transforman nada: solo entretienen.

Y esto no es solo un problema “ahí fuera”. También está aquí, entre nosotros. En Podemos Almería —y en muchos otros espacios de la izquierda institucionalizada— la militancia activa tiene una media de edad muy alta. Es cierto que contamos con referentes jóvenes, como el concejal Alejandro Lorenzo, de 30 años. Pero basta mirar más allá para ver un vacío generacional alarmante: tras él, el siguiente militante más joven ronda los 50. El resto, en su mayoría, supera los 60. No es una crítica personal, sino un diagnóstico colectivo: hemos perdido la capacidad de atraer, retener y empoderar a quienes deberían ser el presente —no solo el futuro— de la política transformadora.

Ese envejecimiento no es neutral. Es la materialización de una brecha simbólica: mientras los jóvenes construyen su identidad en torno al cuerpo, la marca personal y la ilusión emprendedora, nosotros seguimos hablando en un lenguaje que ya no resuena. Y si no logramos tender ese puente —no con eslóganes, sino con propuestas que conecten con sus deseos reales—, seguiremos siendo, cada vez más, un partido de memoria… y no de proyecto.

Argentina no es un caso lejano ni una excepción. Es un espejo deformante, sí, pero fiel: muestra adónde lleva la combinación de despolitización, fe en el individualismo y vaciamiento del sujeto colectivo. Allí, como aquí, la izquierda no ha sido derrotada solo por la derecha, sino por su propia incapacidad para hablar un lenguaje que la gente —especialmente los jóvenes— reconozca como suyo.

No se trata de añorar la “clase obrera” del siglo XX, ni de imponer etiquetas que ya nadie se pone. Se trata de algo más difícil: reconstruir un “nosotros” que no sea abstracto, que no suene a museo, y que ofrezca algo más que resistencia: un futuro deseable.

Porque mientras el neoliberalismo venda sueños —aunque sean falsos—, y nosotros solo ofrezcamos diagnósticos —aunque sean certeros—, seguiremos perdiendo. No solo elecciones, sino el alma de la política.

La pregunta ya no es si queremos un mundo más justo.

La pregunta es: ¿somos capaces de hacer que ese mundo parezca posible… y atractivo?


Descubre más desde Punto Crítico

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Deja un comentario

Descubre más desde Punto Crítico

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo